Wednesday, September 19, 2007

X. LA ANATOMÍA DE «LA VIOLENCIA» EN COLOMBIA (1)

Citado de Eric J. Hobsbawm, REBELDES PRIMITIVOS, Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIX y XX, EDITORIAL ARIEL, S. A., BARCELONA, 1983.

Durante los últimos quince años, la República sudamericana de Colombia ha sido devastada por una combinación de guerra civil, acciones guerrilleras, bandidaje y simples matanzas no menos catastró5cas por ser virtuaímente desconocidas en el mundo exterior. Este fenómeno es conocido como la Violencia, a falta de un término mejor. En la cúspide del proceso, entre 1949 y 1953, degeneró en guerra civil que afectó aproximadamente a la mitad de la superficie del país y a la mayoría de su población. En su punto más bajo (1953-1954) se redujo probablemente a regiones de dos departamentos (las subdivisiones administrativas principales de Colombia). Actualmente, afecta a regiones de seis o siete departamentos, que comprenden un 40 por ciento de la población y persiste probablemente adormecida, aunque sin extinguir, en varios más.
Los costes humanos totales de la Violencia son sobrecogedores. La última monografía publicada por la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Bogotá (Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna, La Violencia en Colombia, vol. I, Bogotá, 1962) refuta el desatinado cálculo de unos 300.000 muertos (en 1958 el gobierno conjeturaba unos 280.000), pero calcula no menos de 200.000. Sin embargo, se carece de fundamentos estadísticos seguros. Con base en las últimas (enero de 1963) cifras oficiales y provinciales, el total difícilmente puede ser inferior a 100.000 pero puede muy bien ser más elevado. No se dan datos sobre heridos. Por otra parte, el efecto de la Violencia en áreas específicas puede evaluarse mediante estudios locales tales como el de R. Pineda Giraldo para El Líbano (Departamento de Tolima).
De las 452 familias entrevistadas en los barrios más pobres de esta ciudad, en 1960, 170 de ellas habían perdido 333 parientes en las distintas matanzas. El efecto de la Violencia sobre la migración interior ha podido apreciarse también en una o dos encuestas. Este efecto es muy considerable y el reverendo Camilo Torres, que lo ha estudiado con relación a Bogotá, dice que «como en tiempos feudales, los campesinos acuden a la ciudad en busca de seguridad».
Pero lo más interesante sobre la Violencia es la luz que arroja sobre el problema de la inquietud y rebelión rurales. Si descartamos el período de guerra civil formal (1949-1953), la Violencia es un fenómeno totalmente rural, aunque en uno o dos casos (como sucede en los departamentos de Valle y Caldas) sus orígenes fuesen urbanos, y algunos tipos de pistoleros reaccionarios o del
gobierno —los «pájaros»— permaneciesen en ks ciudades, de lo que nos da cuenta su utilización de transporte motorizado. Representa lo que constituye probablemente la mayor movilización armada de campesinos (ya sea como guerrilleros, bandoleros o grupos de autodefensa) en la historia reciente del hemisferio occidental, con la posible excepción de determinados períodos de la
Revolución mexicana. Su número total para todo el período
se ha estimado en 30.000, a pesar de que estas
estadísticas son muy poco fiables. De los que de hecho
llevan armas, casi todos son campesinos, estando sus edades
comprendidas entre los 14 y los 35 años y probablemente
sobrepasan la media de analfabetismo. (Una muestra
de 100 guerrilleros en el departamento de Tolima
incluía tan sólo cinco que sabían leer y escribir). No
se ven obreros y sólo figura algún que otro intelectual
suelto o individuo procedente de la clase media. Con excepción
de unos pocos indios (en localidades específicas)
y de poquísimos —desproporcionadamente pocos— negros,
encontramos el tipo corriente del campesino o pastor
mestizo, esmirriado, chaparro, subalimentado pero
sorprendentemente resistente que abunda por doquier
fuera de las regiones costeras del país. Políticamente acusan
la división propia del resto del país formando grupos
liberales y conservadores —aunque de los últimos probablemente
hay pocos— y un sector comunista todavía
más pequeño no implicado en la Violencia misma y concentrado
y armado en autodefensa contra irrupciones por
parte del gobierno o grupos hostiles. Las áreas de la Violencia
adormecida siguen probablemente el mismo patrón.
La más importante de todas es los Llanos Orientales, una
región de ganaderos sólidamente liberal, aunque incluye
hoy un contingente comunista, que depuso, pero no abandonó
sus armas, en 1953, después de que el gobierno
(conservador) diera fin a su intento de imponer el control
central. No me ocuparé aquí de este escenario de Oeste.
En todos los países latinoamericanos se encuentran,
fundamentalmente, dos tipos de zonas agrícolas: las agriculturas
de subsistencia, muy atrasadas, que se encuentran
virtualmente fuera o sóio marginalmente integradas
en las actividades económicas y las de producción de mercado,
que en parte significa alimentos para las ciudades
en rápido crecimiento, pero en su mayoría significa el
aumento de cosechas remuneradoras en el mercado mundial, tales como el café. La producción sistemática de
café (como la de plátanos y otras cosechas inferiores) empezó
en Colombia hacia principios de siglo y hoy en día
el país es el segundo productor mundial después del
Brasil. Existen también dos tipos básicos de organización
agrícola, las grandes fincas cultivadas por jornaleros
o sistema similar y la unidad familiar campesina explotada
por un propietario, arrendatario o aparcero. El patrón
general de propiedad de la tierra no tiene relación
directa con la estructura de la empresa agrícola, lo que
puede explicar la ausencia de correlación significativa entre
la Violencia y la distribución de la propiedad de la
tierra. Dicho sea de paso, ésta es latifundista como en
muchos otros lugares de la América latina, pero con
grandes retazos de pequeñas propiedades. La combinación
de amplias propiedades y pequeñas posesiones campesinas
afecta a la situación social colombiana de dos formas principales.
Acentúa la desigualdad de la renta: el 4,6 por
ciento de la población recibe el 40 por ciento de la renta
nacional, y perpetúa asimismo una estructura social cuasi
feudal en el campo.
El panorama general del campo colombiano está constituido
por lo tanto por comunidades campesinas extraordinariamente
atrasadas, aisladas, ignorantes y rutinarias,
aherrojadas por propietarios feudales y por esbirros. Esta
sociedad tradicional, fundamentada en una agricultura de
semisubsistencia, se encuentra actualmente en rápida desintegración.
Como en cualquier parte de la América latina,
el principal agente de desintegración es una economía
de cosechas remuneradoras engranada en el marco
mundial. Su avance, preparado en los primeros 30 años
de este siglo, se ha acentuado agudamente desde 1940.
Hasta que los partidos liberal y conservador se retiraron
formalmente de la Violencia en 1957, su configuración
social estaba oscurecida en parte por los feudos
políticos nacionales y locales. Sin embargo, en los últimos
cinco años, ha sido muy poco afectada por estos factores, por lo que pueden hacerse algunos intentos de
generalización. En primer lugar, apenas si ha afectado la
región de amplios fundos de cultivo. Como en toda la
América latina los trabajadores rurales sin tierras figu- •
ran entre los elementos menos rebeldes del campo. En
segundo lugar, ha adquirido un particular dominio en el
área agrícola de creciente aumento de cosecha remuneradora
de pequeños trabajadores, especialmente en las
regiones en que se da el café. Actualmente está confinada
a un área que comprende todos o partes de los
departamentos de Tolima, Valle y Caldas, que son las
tres comarcas que encabezan la producción de café del
país. Caldas y Valle figuran entre los tres departamentos
que presentan el mayor incremento de población y Tolima
sobrepasa bastante a la media. Añádase a esto que algunas
de las principales áreas comunistas, armadas aunque
no violentas, son contiguas a esta zona y pertenecen económicamente
a ella.
Debe mencionarse también una tercera zona armada,
pero tranquila. Consiste en las remotas e inhabitadas regiones
que se extienden desde las montañas hasta la cuenca
amazónica, en las que grupos de colonizadores pioneros
independientes han establecido fuertes núcleos comunistas,
proporcionando sectores para establecer bases
de entrenamiento de guerrillas. Este fenómeno tiene también
sus paralelos en otros países latinoamericanos. El
pionero independiente, que rompe con los asentamientos
tradicionales —con frecuencia de dominio feudal—
es uno de los elementos más militantes en potencia y
—como en Perú y en algunas partes del Brasil— uno
de los más accesibles a las organizaciones de izquierda.
Por otra parte, en sus centros principales, la Violencia
no es un simple movimiento del pobre contra
el rico, del desposeído por más tierras. En cierto modo
desde luego se trata de una expresión de hambre de
tierras, aunque se presente como campesinos conservadores
asesinando y arrojando a los liberales de sus propiedades, o viceversa. Distintamente, en el curso de 15
años de anarquía, ha sido utilizada por una clase media
rural ascendente (que por otra parte difícilmente hubiese
encontrado forma de ascensión social en una sociedad
casi feudal) para adquirir riqueza y poderío. Este aspecto
de la Violencia se ha desarrollado en formas que recuerdan
extraordinariamente a la Mafia siciliana, en especial en
Caldas, el departamento productor del café por excelencia.
Allí la réplica de los gabellotti sicilianos, los administradores
de los fundos y los burgueses, han llegado a
establecer una organización formal para hacer chantaje
a los propietarios y aterrorizar a los campesinos, la Cofradía
de Mayordomos. En estas áreas, la Violencia se ha
institucionalizado económicamente. Rebrota dos veces al
año con la recolección del café y determina la redistribución
de granjas, fincas, de las cosechas cafeteras y de
su comercio. Es significativo que las perpetuas matanzas
que se llevan a cabo en estos lugares no han afectado en
nada al incremento del cultivo del café. Tan pronto como
se expulsa a un campesino de su propiedad, cualquier
otro toma a su cargo inmediatamente un bien tan lucrativo.
Por supuesto, la Violencia es frecuentemente revolucionaria
con conciencia de clase en un sentido más amplio,
sobre todo en años recientes, en que los pistoleros,
carentes de la justificación de luchar para los dos grandes
partidos, han tendido cada vez más a ser considerados
como defensores del pobre. Además, en estos casos,
los pistoleros y forajidos suelen ser o jóvenes sin propiedades
o lazos afectivos, o víctimas de matanzas y expropiaciones,
sean por fuerzas estatales o por la oposición
política. En la mayoría de los casos comprobados, la autodefensa
o venganza (que suele ser lo mismo en estas sociedades)
les impulsa a huir de la vida legal situándose
fuera de la ley. Por otra parte, el mero hecho de que
las bandas armadas de campesinos provienen no de una
justa rebelión social, sino de una combinación de tradicional guerra civil de partidos y del terrorismo policial
o armado, ha llevado a que sean menos precisos los elementos
de lucha de clases. Para la guerrilla liberal, los
chulavitas (originariamente soldados y policías del departamento
de Boyacá, que ganaron una triste fama por su
ferocidad al servicio de los conservadores) son evidentemente
más enemigos que los señores liberales locales,
aunque en los Llanos Orientales los rancheros liberales
llegaron a la conclusión, en el curso de la rebelión de
1949-1953, que los sin ganado y las huestes de boyeros
representaban un peligro mucho más serio que el gobierno
conservador. La guerrilla liberal «limpia» pasa
más tiempo combatiendo a los comunes «sucios» o grupos
comunistas, que a los conservadores, basándose en
que (afirmación que procede frecuentemente de campesinos
pobres) «los que sostienen que todo es de todos y
que las cosas no son propiedad de los amos sino que
deben darse a los que tienen necesidad de ellas, son
bandidos». No obstante la lealtad comunal tradicional de
algunos pueblos a los liberales (o conservadores), los
feudos tradicionales con áreas vecinas de diferente complexión
política, se han visto reforzados en lugar de
debilitados en los años de la guerra civil. La mayor
parte de guerrilleros y bandidos dan expresión a la desorganización
social rural y no a aspiraciones sociales.
Disponemos de algunos ejemplos representativos de
lo que son las espontáneas aspiraciones sociales del campesinado,
notablemente en el complejo de las localidades
comunistas rurales semiautónomas, que se encuentran
entre la capital y los grandes centros de la Violencia
y que son conocidas (un poco en broma) como la
«República de Tequendama». Aquí el movimiento campesino
se remonta a muchos años atrás; en el caso de
Viotá, una especie de Suiza a lo Guillermo Tell comunista
de cosechadores de café, a fines de los años 20 y
principios de los 30. Mucho antes de la guerra, el inquilino
local, dirigido por los comunistas, obligó a los propietarios a venderles sus parcelas. Desde entonces la región
—o, mejor dicho, las casas solariegas y villorrios,
ya que el centro urbano mercantil no es comunista— ha
estado constituida por pequeños propietarios campesinos
relativamente iguales. El comunismo de Viotá es absolutamente
cuestión de autonomía campesina, independencia
y autogobierno a nivel local. Cuando el gobierno envió
a los valles una expedición armada durante el período
de la represión, los hombres de Viotá —todos armados
y en situación de luchar— les tendieron una emboscada
aniquilándolos. Desde entonces el gobierno les dejó en
paz, confirmando así su fanfarrón aserto de que «Más
allá se matan unos a otros; aquí no se persigue a nadie». Tales islotes de autonomía campesina son escasos. Fuera de ellos el terror reina entre los hombres y en las almas. Pero el aspecto más impresionante y horrible de la Violencia es el salvajismo destructivo, cruel y sin objeto de sus hombres armados. A las víctimas de la Violencia no se las asesina simplemente, sino que se las tortura,cortándolas en trocitos (picados a tamal),* decapitándolas en una variedad de horrorosos sistemas y desfigurándolas. Por encima de todo, los asesinos pretenden «no dejar ni semilla». Se asesina a familias enteras, incluso a los niños, arrancando los fetos del seno de las mujeres encintas, e incluso sobreviven hombres castrados.
En Colombia, el genocidio local —se usa esta palabra para describir tales incidentes— ocurre constantemente. En los últimos cinco meses de 1962 se dieron siete de tales matanzas, con un promedio algo superior a 19 víctimas en cada una. Posteriormente parece existir (según las estadísticas gubernamentales de enero de 1963) una clara tendencia al aumento de tales genocidios. Desde luego hay alguna razón funcional en la raíz de esta barbarie. Guerrilleros y bandidos dependen de la absoluta complicidad de la población local y allí donde la mitad de la población se les muestra hostil, se obtiene fácilmente su silencio por el terror. Uno no puede sustraerse a la impresión de que estos asesinos saben que sus acciones —por ejemplo la extirpación de un feto mediante una brutal cesárea sustituyéndolo por un gallo (como sucedió en dos departamentos muy distantes)— no son simplemente salvajes, sino erróneas e inmorales según los cánones de su sociedad tradicional. Existen ejemplos aislados de rituales de iniciación deliberadamente antisociales y prácticas similares. Hay cabecillas a quienes observadores que les han visto actuar de cerca describen como desquiciados mentales, muchas de cuyas matanzas se exceden de lejos aun a lo que se considera normal en la proscripción, como por ejemplo Teófilo Rojas («Chispas»), muerto hace poco, a quien se le considera responsable de un promedio de dos asesinatos diarios durante los últimos cinco años. No obstante, incluso sin testimonios tan directos, es muy difícil considerar el obtuso sadismo de tantas bandas como algo que no sea un síntoma de profunda desorganización social.
¿En qué medida representa esto un colapso general de los valores tradicionales en áreas sometidas a una transformación social excepcionalmente rápida o sujetas a tensión excepcional, o en qué medida representa tan sólo las inquietudes excepcionales de hombres que han sido, como lo fueron, arrojados al vacío por el rápido girar de su antiguo y firme universo? A primera vista es, obviamente, lo último. Los guerilleros o bandidos aventureros son gentes perdidas, especialmente juventud perdida; los hombres mayores, pasados los 30 o 35 años, tienden, si es que pueden, a retirarse de las montañas. El tristemente famoso «Chispas» se vio lanzado a la ilegalidad a la edad de 13 años, asesinado su padre, ocultos su madre y sus hermanos, destrozada su vecindad. En los archivos de Guzmán figura una entrevista sostenida con él:
—¿Qué fue lo que más te impresionó?
—Ver arder las casas.
—¿Qué te hizo sufrir más?
—Ver a mi mamá y a mis hermanitos llorando de
hambre en el monte.
—¿Tienes alguna herida?
—Cinco, todas de rifle.
—¿Qué es lo que deseas?
—Que me dejen en paz. Quiero trabajar. Quisiera
aprender a leer. Pero eflos no cejarán hasta matarme.
A un hombre como yo no puede dejársele vivo.
Tales hombres, que carecen de sostén ideológico —ya que incluso los liberales y conservadores (es decir, la Iglesia) se han separado ahora de ellos—, se convierten fácilmente en asesinos profesionales o en ciegos y salvajes vengadores que hacen víctimas a cualquiera de su sino personal. A éstos se han unido grupos de jóvenes perdidos que forman la generación más reciente (1958-1963), de reclutados por la Violencia, agrupándose en pandillas de alrededor de los 15 años de edad: muchachos cuyas familias hieron enteramente asesinadas ante sus ojos, cuya diversión infantil fue delatar enemigos locales a los pistoleros, cuyas hermanas emigradas a las ciudades engrosan allí las filas de la prostitución. Quince años de Violencia han levantado un mecanismo de autoperpetuación similar al de la guerra de los Treinta Años. Sin embargo, no existe una distinción muy marcada entre estos casos extremos y las Saqueantes comunidades locales de que provienen. Hay muchísimos ejemplos, en América latina y fuera de ella, de una violencia que supera la medida tradicional (ya de por sí bastante amplia), que se desarrolla en comunidades tradicionales, cuyo mundo se descoyunta. La profunda crisis inducida en la mentalidad de campesinos dedicados a cultivos de subsistencia por el crecimiento de una economía de mercado, tal vez no ha sido estudiada tan adecuadamente en Colombia como en el Brasil, en especial por un grupo detrabajadores en Sao Paulo, pero hay escasas razones para dudar que el origen de la Violencia puede ser el mismo; quizá superior para Colombia, cuya todopoderosa Iglesia española del siglo xvi carece de la válvula de seguridad que el sectarismo apocalíptico ofrece con frecuencia a los andurriales brasileños. En su departamento de Colombia, el inefable Efraín González se ha convertido en héroe popular, como sucedió con el bandolero Lampíáo en el nordeste del Brasil: la crueldad forma parte de la imagen pública de ambos, en agudo contraste con la imagen casi universal del «noble bandido» de la tradición campesina, que invariablemente resaltaba su moderación en matar.
Puede sugerirse que por razones peculiares a la historia de Colombia, la violencia latente de tales situaciones fue alimentada para emerger plenamente en el curso de una agria guerra civil, que a su vez reflejó la crisis económica social y política del país. El resultado fue la Violencia. No nos preocupemos aquí de las especiales circunstancias que la llevaron a desarrollarse en Colombia, y no por todas partes. Nos llevaría muy lejos analizar ahora la peculiar naturaleza del sistema colombiano de dos partidos, la crisis de la economía desde alrededor de 1930, la creciente conversión del partido liberal en un partido de masas del pobre, bajo el impulso de políticos al estilo New Deal y del carismático líder de masas Jorge Eliecer Gaitán, quien se hizo dueño de ellas; el asesinato de Eliecer Gaitán en 1948 y la espontánea insurrección de masas de 1948 en la capital que la siguió e inició la era de guerra civil y matanzas. Será suficiente concluir, con el profesor Orlando Fals Borda, que la Violencia procede de una revolución social frustrada. Esto es lo que puede suceder cuando las tensiones revolucionarias sociales no son disipadas por el pacífico desarrollo económico ni atajadas para crear estructuras sociales nuevas y revolucionarias. Los ejércitos de la muerte, los desarraigados, los mutilados físicos y mentales son el precio que paga Colombia por este fracaso.

1. FUENTES: Mons. G. Guzmán, O. Fals Borda y E. Umaña Luna, La Violencia en Colombia, Monografías Sociológicas, 12, Facultad de Sociología, Universidad Nacional, Bogotá, 1962; R. Pineda Giraldo, El impacto de la Violencia en el Tolima: el caso de Líbano, Monografías Sociológicas, 6, Universidad Nacional, Bogotá, 1960; Departamento del Tolima, Secretaría de Agricultura, La Violencia en el Tolima, Ibagué, 1958; E. Franco Isaza, Las guerrillas del llano, Bogotá, s. {., 1959; J. Gutiérrez, La rebeldía colombiana, Bogotá, 1962; O. Fals Borda, Peasant society in the Colombian Andes: a social study of Saucio, Gainesville, University of Florida Press, 1957; G. y A. Reichel-Dolmatoff, The people of Aritama: tbe cultural personality of a Colombian mestizo village, Londres, 1961.
* En castellano en el original. (N. del t.)

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