Monday, October 15, 2007

IDENTIDAD LATINOAMERICANA. PRINCIPALES TESIS EN LA DISCUSIÓN

Extraído de: Vergara Estévez, J. y Vergara del Solar, J., La identidad cultural latinoamericana. Un análisis crítico de las principales tesis y sus interpretaciones.
En: Persona y Sociedad, Revista del Instituto Latinoamericano de Doctrina y Estudios Sociales, ILADES, Vol. X, Nº1, abril 1996.
1. INTRODUCCIÓN
Desde los años 80 observamos, tanto en América Latina como en el Norte, un creciente interés
hacia la temática de la identidad cultural. Este se muestra en los ámbitos intelectuales, en los medios comunicativos y en diversos tipos de discursos, incluyendo los políticos y publicitarios. Abarca las más diversas formas de identidad, “nuevas” y tradicionales: de género; psicosocial; de las organizaciones; nacional; regional, étnica; deportiva, entre otras. Los análisis sobre estas formas de identidad presentan asimismo una gran variedad de estilos y perspectivas disciplinarias. El renovado interés por el tema y la heterogeneidad de perspectivas apuntan o nos orientan sobre la situación de la identidad cultural en nuestra región. Parece existir una estrecha relación entre el modo de experienciar la identidad cultural, la preocupación por ella y la diversidad de interpretaciones. Las identidades no son esencias fijas y definitivas, impermeables frente a los cambios de experiencia histórica y cultural.
En la historia cultural de América Latina han habido otros períodos de cambio epocal en que la temática identitaria se ha hecho relevante y en que se ha producido una gran variedad de interpretaciones, a menudo en oposición entre ellas. Estos períodos fueron las primeras décadas posteriores a la Independencia y el de la larga crisis de la República oligárquica. En la actualidad vivimos un cambio en nuestra(s) experiencia(s) identitaria(s), una profunda alteración de sus procesos de reproducción, una pérdida de las certezas y confianzas. Nos encontramos por ello en un estado de duda e incertidumbre.
Asimismo, el campo identitario actual presenta simultáneamente, por una parte, procesos de desestructuración de las grandes identidades ligadas a la nación, la política y las clases sociales; por otro, de potenciación de modalidades antes consideradas secundarias, así como de “microidentidades” (de género, deportivas, religiosas, etc.) y también de surgimiento de nuevas formas de identidad: religiosas, a través del consumo cultural y otras. En estos cambios la relación entre las identidades se ha tensionado, y tampoco parece haber algunas predominantes que pudieran operar como ejes ordenadores. En suma, se trata de un generalizado, diversificado y complejo proceso de crisis y transformación de identidad(es) social(es), e incluso personales. Este proceso de cambio se produce en un contexto de profundas transformaciones sociales y culturales, muchas de las cuales son parte de mutaciones globales que, sin embargo, tienen una especificidad latinoamericana. En primer lugar, estamos viviendo una época inédita de globalización y deinternacionalización de la economía, de la política y del consumo cultural. De este modo, nos hemos hecho cada vez más conscientes a través de los medios comunicativos y la experiencia directa de la “diversidad de culturas, religiones, pueblos, etnias, naciones, sexos e individualidades” (Biagini, 1989:38). En segundo término, constatamos en nuestras sociedades un doble proceso que incide de modo significativo en la crisis de identidad. Por una parte, hay una aceleración del tiempo histórico, es decir, los acontecimientos y procesos se suceden con una velocidad inédita. En muchos casos, éstos asumen un carácter traumático y desestructurador de la experiencia cotidiana y de los poyectos de vida: golpes de Estado, aumento de las formas de violencia, crisis políticas o económicas, entre otros fenómenos. Por otra parte, asistimos en América Latina a un cambio cultural sin precedentes, el que ha recibido diversas definiciones e interpretaciones. Se ha hablado de “cultura híbrida” (García Canclini), de “cultura de la desesperanza” (Hinkelammert), de un cambio de “era política” (Garretón), del surgimiento de un nuevo tipo de Estado y relación a la sociedad civil, de una crisis e incluso de un “fracaso de la modernidad” en América Latina” (Torres Rivas). Todo ello implica importantes desafíos para el analista de las identidades culturales. En primer término, porque se ve obligado a revisar el propio concepto y teoría sobre la identidad social y cultural, y a explicitar la omplejidad de sus principales dimensiones de tradición y proyectividad;
legado y construcción; permanencia e historicidad, etc. Todo ello para intentar comprender procesos de identidades emergentes, otras en transformación o en crisis, cuyos perfiles no son claros, cuyos límites son imprecisos o engañosos. En segundo lugar, porque le lleva a analizar los procesos de reproducción de las identidades y sus condiciones, la relación entre los distintos tipos de identidades, etc., y especialmente, a situar su análisis en relación al de la cultura en América Latina. Junto con los anteriores, existen otros desafíos relativos a las características del debate sobre la identidad cultural en América Latina. Una de las principales es la variedad y heterogeneidad de las interpretaciones existentes.
(...)
(El presente trabajo) está dedicado a describir y analizar las tesis sobre la identidad cultural latinoamericana en algunas de sus versiones más importantes: indianista, hispanista y del mestizaje cultural. (..)
Diversos autores han planteado la transformación de las interpretaciones sobre la identidad cultural en discursos públicos que pueden servir como herramientas de legitimación de grupos sociales particulares dentro de una sociedad. (...) Estos discursos públicos pueden cumplir funciones ideológicas (en el caso de los grupos dominantes) o de resistencia (en el caso de los grupos dominados). (...)
Al examinar debates como el llevado a cabo entre hispanistas y liberales en el siglo pasado, concordamos con estos autores respecto a sus sospechas que, en las discusiones sobre el tema, cada bando intenta hacer de la cuestión de la identidad una bandera de lucha por el reconocimiento social y la aceptación de sus ideas. Resulta, por tanto, insuficiente mostrar las debilidades conceptuales de cada una de las tesis. Hay que tomar en cuenta además que ellas se ligan a modos de experiencia colectivos surgidos en el desarrollo histórico de los países de la región.(...) Volviendo al problema de la interrelación entre experiencias colectivas y discursos sobre la identidad, nos parece que desde muy temprano el tema constituye una preocupación para líderes, intelectuales y pensadores latinoamericanos. Ya Bolívar en Carta de Jamaica (1819) se preguntaba quiénes somos. Respondía que no éramos ni indios ni españoles, sino americanos. Implícitamente reconocía que no sabía dar a esta última categoría contenidos positivos. Así, para Bolívar como para muchos que se han preocupado del problema después de él, la identidad latinoamericana aparece despojada de contenidos concretos. Se define por oposición a otras identidades: hispana, indígena, europea, pero no posee rasgos propios. Quizás por ello, el tema suele asumir un carácter fundante. De su resolución se espera la solución de otros muchos problemas que nos afectan: el autoritarismo, la pobreza, la integración de la región, etc. Esto ha producido una sobrecarga de expectativas respecto de la problemática. Se insiste tanto en su importancia que en muchos casos se pierde la distancia necesaria para tratarla con objetividad. No negamos que el tema sea relevante, pero creemos que no debe atribuírsele una significación excesiva, como ya ocurrió con otras temáticas: la dependencia, la marginalidad, la modernización, etc. (...)
Resumiendo lo dicho, podemos decir que la identidad cultural es objeto de múltiples interpretaciones que son elaboradas como discursos públicos e intelectuales los que influyen en los sujetos a través de los medios de comunicación, la educación y otras formas. Pero para ser efectivos, estos discursos requieren constituirse en puntos de referencia de personas y grupos concretos, cuya experiencia esté mediada por sus categorías.
En función de estas ideas, hemos ordenado la presentación de cada una de las tesis en relación con tres aspectos: a) génesis social de las ideas centrales, b) exposición sintética de sus fundamentaciones históricas y normativas y c) análisis de sus contradicciones y limitaciones. Hemos restringido nuestra exposición a las tesis indianista, hispanista y del mestizaje cultural, por considerarlas las más importantes dentro del debate clásico. En las conclusiones del trabajo nos referiremos a otros enfoques distintos elaborados por las ciencias sociales.
2. TESIS INDIANISTA
La tesis indianista es quizás la de más antigua raigambre en América Latina. Su origen históricosocial puede situarse en la experiencia de algunas poblaciones indígenas americanas tras la llegada de los españoles. En especial, aquellas que intentaron revertir el proceso histórico al período anterior. El caso andino es paradigmático. Como se sabe, en la religiosidad andina pre-hispánica no existía un culto único que agrupara a toda la población aborigen. El culto solar representaba fundamentalmente un culto de los estratos superiores de la sociedad inca (Castro Pozo, 1944-45: 8). Los distintos pueblos sometidos al Incario mantenían muchas de sus prácticas y creencias propias, como el culto a los muertos y a los antepasados, que fueron revitalizados con posterioridad a la Conquista. Los movimientos milenaristas del siglo XVI se basaron precisamente en una recuperación de dichos cultos. A ellos se les fueron incorporando elementos cristianos, lo que se explica en gran medida por el hecho que las categorías tradicionales indígenas no permitían explicar cabalmente el significado de la Conquista y derrota de los Incas. A lo sumo, estos sucesos podían ser concebidos como un “Pachacuti”, una catástrofe cósmica. Gracias al cristianismo, la derrota de los Incas pudo ser vista como una consecuencia de sus pecados (Flores Galindo 1987: 72 y ss.). Sin embargo, esto no conllevaba la desaparición de los Incas. Ellos sobrevivían en lugares escondidos de la selva, de donde saldrían para liberar a los indios de la dominación española. Se inauguraría una nueva era. La concepción milenarista se organizaba en torno a la figura del Inca, cuyo culto no existía en los primeros tiempos de la Conquista. Su creación fue un producto posterior que permitió consolidar una identidad panandina que sirvió de marco legitimador de las rebeliones indígenas del siglo XVIII (Pease, 1984). La “utopía andina” (Flores Galindo) constituyó entonces un elemento de resistencia al conquistador, una “manera de cambiar lo suficiente para no cambiar”, según señala Pease (Ibid: 41). Después del tiempo de los españoles, sobrevendría un nuevo tiempo: “la tercera etapa, Dios Espíritu Santo y otros seres habitarán la tierra. Los mistis no son eternos. Perecerán al igual que los incas y de otros será la tierra” (Flores Galindo, 1987: 77). Esta breve presentación sobre los orígenes socio-históricos del indianismo nos permitirá caracterizarlo en sus principales aspectos, así como explicar sus a veces contradictorios argumentos.
En general, el indianismo propugna la recuperación de la identidad india amenazada, pero no destruida,
por los procesos de colonización occidental. América Latina sería todavía indígena.
En sus versiones extremas, la recuperación de la identidad indígena sería totalmente excluyente de
toda incorporación en ella de elementos culturales no-indios. Versiones más moderadas del indianismo
sostienen, en cambio, la aceptación del mundo blanco como un interlocutor capaz de aportar con conocimientos
técnicos, medios de comunicación, etc., al desarrollo de las culturas indígenas en un contexto
pluri-cultural tolerante. La necesidad del indianismo de responder en uno u otro sentido a la existencia
del “otro”: del blanco, del mestizo, del europeo, es constitutiva de su discurso y práctica. En efecto, aún
cuando el indianismo defiende la recuperación de la identidad étnico tradicional, él mismo es un producto
de la sociedad indígena post-hispánica, y, en muchos casos, post-colonial. Tal como lo muestra el
caso andino, la formación de una religiosidad unificadora de los distintos segmentos de la población
indígena (aymará, quechua, chiriguanos y otros) fue un resultado de cambios culturales que sólo adquirieron
una configuración definitiva en el siglo XVIII. Como dijimos, el Inca no era objeto de culto antes
de la Conquista. Este culto se desarrolló después. Asimismo, en los movimientos y rebeliones indígenas
del período colonial existió una incorporación significativa de elementos del cristianismo, como la idea
de pecado o incluso la homologación de Cristo como el Inca (Pease, 1984: 47).
Un primer elemento de tensión en el discurso indianista lo constituye, pues, la dificultad de
armonizar su reivindicación de la tradición con el reconocimiento que ésta se desenvuelve en un
contexto nuevo y distinto, del cual el propio indianismo forma parte. Un segundo problema es
integrar coherentemente su concepción de la identidad cultural indígena y latinoamericana como
dada por la herencia pre-hispánica, con la necesidad de construir un discurso que transcienda los
marcos religiosos y culturales de cada etnia particular. Así, por ejemplo, la idea de una “cosmovisión
india” o de una “filosofía india” que aparece en algunas versiones del indianismo, muestra ya la
conciencia que existen cuestiones que no se pueden enfrentar únicamente a partir de las categorías
religiosas de cada grupo étnico. A la vez, dichas categorías son consideradas el fundamento de la
identidad india y/o latinoamericana. Tal como señala Flores Galindo, la utopía andina apunta a
resolver el problema de la identidad en el pasado, específicamente en el precolombino. Sin embargo,
en el transcurso de su desarrollo histórico, la utopía andina se volcó hacia el futuro: será allídonde podrán por fin armonizarse las dos vertientes que conforman al Perú, la española y la indígena.
Elaborada originalmente por los indígenas, la utopía andina fue apropiada por otros grupos
sociales, cada uno de los cuales hizo de ella su propia interpretación (Flores Galindo, 1987: 10 y
ss.). Como puede verse, esta tesis no ha podido superar las dificultades que conlleva su propia
concepción de la identidad.
La tesis indianista se basa centralmente en la idea que la identidad cultural nos ha sido legada
por la tradición pre-hispánica, cuya reactivación permitirá poner fin a la pseudo-identidad impuesta
por los dominadores extranjeros. Veremos a continuación algunos de los fundamentos valóricos
que subyacen a este planteamiento, tal como lo han desarrollado no sólo indígenas (por ejemplo,
Matui 1989) sino también intelectuales no-indios.
El primer supuesto es que la tradición indígena (que no habría sido transformada por la colonización
occidental) es la verdadera identidad de los pueblos latinoamericanos. Galeano, por ejemplo, sostiene
la necesidad de recuperar el modo de producción y de vida basado en la comunidad. Estos se fundan en
la solidaridad, la libertad y la identidad entre seres humanos y naturaleza. Para Galeano, la vida comunitaria
persistiera en los pueblos indígenas de América Latina. Frente a un sistema de destrucción total del
medio ambiente, debemos recuperar la idea de la naturaleza como algo sagrado. Frente a la ley capitalista
de la ganancia, debemos rescatar la idea del compartir, de la reciprocidad y de la ayuda mutua que
dominan las relaciones sociales en las comunidades indígenas (Cit. por Larraín, 1994a: 50).
Para el indianismo, el hombre occidental ha perdido el contacto con la naturaleza. Por eso intenta
someterla y dominarla, sin darse cuenta que de ese modo la destruye y daña al hombre mismo. Las
raíces de la identidad comunitaria están, en cambio, en la tierra: “Reivindicamos la cultura y la identidad
como base de un movimiento que se plantea volver a la tierra, a las formas de relación económicas
no salariales sino de reciprocidad ... cuando hablamos de la tierra estamos hablando de cutura, porque
es ahí donde se sustenta la particularidad de los pueblos indios”, escribe Luis Maldonado (1992: 32).
En tercer lugar, el indianismo propugna la necesidad de la organización comunitaria, considerada
como única alternativa al individualismo occidental. Junto con reinsertarse en el cosmos, el
hombre debe reinsertarse en la comunidad. Aníbal Quijano ha sostenido recientemente que las
comunidades indígenas representaban un entorno único donde primaba la reciprocidad, la solidaridad,
la democracia y las libertades. No obstante los cambios que las han afectado, en las comunidades
andinas aún es posible encontrar la base para una superación de la racionalidad instrumental y de
las ideologías del poder y del capital (Cit. por Larraín, 1994a: 51).
En síntesis, las ideas indianistas se basan en la recuperación de los valores indígenas ancestrales,
de la ligazón con la tierra y de la organización comunitaria. Adicionalmente, se pueden nombrar
otras fundamentaciones; la crítica al racionalismo occidental, al individualismo y del lucro económico
como motivación de vida. Esto se plantea en un contexto en el cual el mundo indígena no
puede prescindir de relaciones con el mundo blanco, cuya capacidad de hacer suyos los valores de la
cultura indígena ha sido bastante escasa. Es a este mundo de origen hispano al que apunta la tesis
hispanista, como veremos a continuación.3. LA TESIS HISPANISTA
La tesis hispanista también tiene una raíz histórica profunda en América Latina. En particular
influyó en su formación la conquista y evangelización de los países de la región. De acuerdo a la
tesis hispanista, nuestra identidad cultural sería fundamentalmente un producto de la influencia
española. Se caracterizaría por el valor concedido a lo espiritual y lo religioso; el idealismo y el
honor. Lo que hoy es Iberoamérica no constituía al momento del arribo de los conquistadores una
sociedad en el sentido pleno del término. Las tribus indígenas que aquí habitaban se hallaban en un
estado permanente de hostilidad y guerra (Eyzaguirre, 1946a: 10). Gracias a la obra de España,
pudo América constituirse en una unidad espiritual, cultural y política. Los indios conocieron la
verdadera religión y se integraron a la sociedad colonial, evidenciando un agudo proceso de mestizaje.
Pese a las amenazas que la identidad hispano-católica comenzó a sufrir desde la Independencia,
ella continúa vigente en nuestros países.
El contexto histórico-social en que comenzaron a desarrollarse estas ideas fue, como dijimos, el
de la conquista y colonización de América. Ya para los primeros conquistadores, la ocupación del
Nuevo Mundo requería una transformación del modo de vida de los nativos para hacerlos cristianos y
vasallos del Rey. No bastaba con evangelizar. Había también que introducir en ellos la vida social y
política. Este ideal religioso-político fue asumido con mucha convicción por los españoles. Se vieron
éstos como los depositarios de una misión de la más alta importancia: la incorporación a la Iglesia de
los habitantes de los territorios descubiertos e integrados a la Corona de Castilla (Cousiño, 1990:
138). Sin tener en consideración este espíritu misionero resulta difícil entender la tenacidad y perseverancia
de jesuitas, franciscanos y otras órdenes religiosas en la evangelización de grupos indígenas
que se oponían a la acción de los misioneros. Tal fue el caso de los mapuches del sur de Chile, que no
se encontraban sometidos al orden colonial (Véase, al respecto, Pinto et al., 1988).
Aunque nunca existió una concepción uniforme entre los españoles respecto a la relación con los
indígenas, su evangelización y sometimiento, las divergencias no comprometían la idea básica que
España tenía un papel espiritual y civilizador que cumplir en el nuevo mundo. Ello puede explicar
cómo se generó la convicción hispanista que los españoles fueron los formadores de la sociedad y la
cultura de los países latinoamericanos. En efecto, ya en la Conquista y en la Colonia, encontramos
arraigados en los grupos dominantes de origen hispánico los supuestos básicos que dieron forma a la
tesis hispanista: 1) la idea de la debilidad, el escaso desarrollo o la barbarie de los indígenas, 2) la
creencia en un papel civilizador y misionero de los españoles y 3) la autoafirmación de éstos como
representantes de la única y verdadera fe. Pese a ello, la estructuración de las ideas hispanistas en un
discurso sistemático se llevó a cabo en el siglo XIX y comienzos del siglo XX. Veremos a continuación
dos de los más importantes representantes del hispanismo en Chile: el P. Osvaldo Lira y el historiador
Jaime Eyzaguirre, quienes desarrollaron sus planteamientos a partir de los años 1930 y 1940.
En un trabajo de 1950, sostuvo Lira que las culturas indoamericanas ofrecieron sólo una resistencia
pasiva a los conquistadores: “Su enorme inferioridad comparativa hizo que la reacción con
que no pudieron menos de responder a la acción española fuera tan débil que, desde el primer
momento también, vino a asemejarse a la resistencia pasiva del mármol frente al escultor. Los indoamericanos
no impusieron rumbo a los españoles, sino que tan solo les ofrecieron ciertas y
determinadas condiciones de trabajo” (Lira, 1985: 41). La lengua y la religión que, de acuerdo a
Lira, son los dos pilares básicos de una cultura, fueron aportados por España (Ibid: 42-44). Lasociedad española, concluye Lira, “ha desempeñado desde el principio una misión perfectamente
análoga a la que en el conjunto humano desempeña la forma sustancial, es decir, la de constituir la
razón última intrínseca y la raíz propia de todas sus perfecciones” (Ibid: 45-46).
Jaime Eyzaguirre coincidía con el padre Lira en el papel fundamental de España en la formación
de Iberoamérica. Lo español fue el factor decisivo de fusión de las tribus indígenas que existían
al momento de la conquista bajo un común denominador. España logró la cohesión americana, y el
rescate de los indios para la verdadera religión, abriéndoles las puertas del cielo (Eyzaguirre, 1946b:
13-14). Chile no habría sido posible -dice en otro texto- sin “el verbo imperial de España” que lo
introdujo al “dinamismo de las naciones” (Eyzaguirre, 1948: 14).
Durante la Colonia, la vida social se encontraba regida y organizada por un ideal teológico: el deseo
de “vivir un orden teológico perfecto” que, si bien no pudo consumarse en plenitud, permitió “dar a
las clases un sentido armónico y a todo el cuerpo social una nítida finalidad. El rey como Vicario de
Dios, según la profunda definición de Las Partidas, se sentía el padre de una inmensa familia a la
que estaba gravemente obligada a nutrir, no sólo en sus necesidades del cuerpo, sino también del
alma” (Eyzaguirre, 1946b: 17).
Este ideal sufrió, sin embargo, un proceso de descomposición que culminó con la Independencia.
Desde entonces, América intentó despojarse de su raíz cultural y comenzó a “mendigar a las
puertas de naciones de culturas no sólo diversas, sino a menudo incluso antagónicas a la suya”.
(Ibid: 19). Por eso, el tiempo transcurrido desde la emancipación no ha significado para nuestros
países un reconocimiento universal. Por el contrario, le ha hecho merecedor del desprecio de las
naciones por su “andar vegetativo y rastrero”. La crisis cultural y de identidad a que esto nos ha
llevado es de tal magnitud que el dilema es afirmar nuestra existencia o desaparecer como culturas.
Nuestra afirmación sólo será posible en la medida en que recuperemos la tradición anterior hispano-
católica, cuyos pilares básicos son la idea del hombre como hecho a imagen y semejanza de Dios
y la idea de un derecho moral internacional (Ibid: 20 y ss.).
(...)
En segundo lugar, el hispanismo se sustenta en la convicción de que el Catolicismo representa una
unidad de destino del hombre; que el cristianismo es una religión universal en el sentido más pleno
de la expresión. De aquí que la evangelización de América fuese vista como una materialización de
la misión salvífica del cristianismo.
Tercero, la tesis hispanista sostiene que el orden social se basa en una moral y un derecho
objetivos: el derecho natural. De acuerdo a éste, existen normas éticas universales y trascendentes.
Esto vale en especial para América Latina, donde los procesos de secularización que marcaron al
mundo europeo no han penetrado el sustrato católico originario.
Cuarto, el ideal católico es respetuoso de las diferencias y particularidades de los pueblos y
grupos sociales que conviven en América Latina. En este sentido, representa un espacio de armonía
e integración que puede constituirse en el fundamento de un proyecto histórico más cercano a
nuestra realidad que los ideales ilustrados.
En quinto lugar, la recuperación de la identidad cultural de raíz hispánica permitiría el desarrollo
de las potencialidades de América latina. Los intentos de modernización acompañados de o basados
en la imitación de modelos extraños han producido un desarraigo de los latinoamericanos, sin conseguir muchas veces los cambios económicos y sociales prometidos. América puede ser un modelo del
camino que deben seguir otros pueblos si quieren alcanzar una convivencia armónica basada en la fe.
Tal como ocurre con el indianismo, en el hispanismo existen varios focos de tensión no resueltos.
El más importante es el que se produce entre la reivindicación de la particularidad histórico-cultural
latinoamericana y el pretendido universalismo de las normas éticas del catolicismo. Debido a esto, el
hispanismo se ve forzado a sostener argumentos que se contradicen entre sí. Mientras la idea del
particularismo le sirve de crítica al liberalismo y a la Ilustración por no corresponder a la matriz
cultural latinoamericana, la supuesta universalidad del catolicismo le sirve para justificar la difusión e
imposición de la evangelización en América y en el resto el mundo. En otras palabras, o la identidad
cultural latinoamericana es el producto de un desarrollo histórico particular, o es una manifestación
(entre otras) de un espíritu común a toda la historia. No puede ser ambas cosas al mismo tiempo, a no
ser que se problematice la relación entre universalismo y particularismo. La afirmación de que el
cristianismo concilia armónicamente la universalidad del hombre con los desarrollos culturales específicos
de los distintos pueblos no soluciona el problema e indica una posibilidad solamente.
Por otro lado, si el indianismo idealiza la sociedad precolombina, el hispanismo hace lo mismo
con la sociedad colonial. Esta es vista como carente de conflictos, integrada, respetuosa de los derechos
de las personas y guiada por un ideal espiritual. Inclusive quienes no tengan una visión crítica
de dicha sociedad, deberán reconocer que fenómenos como la disminución de la población nativa,
el trabajo forzado y las rebeliones indígenas son difícilmente explicables a partir de la interpretación
hispanista sobre la misma.
Por otro lado, también resulta discutible el que la historia latinoamericana desde la Independencia
no constituya más que decadencia frente al orden anterior. Más aún lo es el que los procesos
de transformación de las sociedades de la región ocurridos desde entonces no hayan afectado o
transformado el núcleo cultural hispano-católico. Aquí, la tesis hispanista se ve enfrentada a una
nueva contradicción: sostener que la historia es un factor decisivo en la configuración cultural de
América Latina y a la vez negar la importancia de las transformaciones históricas post-Independencia.
Tal parece como si para el hispanismo, la identidad cultural formada en la historia se hubiera
convertido en un fenómeno no sometido al cambio histórico, en una esencia.
Pese a sus falencias y contradicciones, el hispanismo reconoce en principio que la identidad cultural
latinoamericana se formó a través del desarrollo histórico. No es consecuente con este supuesto
al no admitir la posibilidad de un cambio en la matriz cultural originaria. Ve además a dicho núcleo
como un resultado exclusivo o casi exclusivo de la acción creadora de los conquistadores españoles y
sus descendientes. Las culturas indígenas no sólo son desvalorizadas, sino que también se les niega su
aporte al desarrollo de América Latina. Frente a esta concepción, la tesis indianista responde con una
sobrevaloración del indígena. Se crea así un dilema del cual difícilmente puede escaparse. Por eso, la
tesis del mestizaje cultural pone el acento no en el indio ni en el español, sino en el producto de su
encuentro: el mestizo. Con ello el análisis se enriquece y gana nuevas dimensiones.4. LAS TESIS DEL MESTIZAJE CULTURAL
Las tesis del mestizaje cultural son más complejas que la tesis indianista y la tesis hispanista. No
sólo porque aportan nuevos argumentos, sino también por la diversidad de versiones que existen de
ella. Versiones que llegan a resultados distintos. Podríamos ordenarlas de acuerdo al grado de integración
cultural que plantean. Así, tendríamos primero las versiones que consideran que el mestizaje
cultural no es completo y que subsisten importantes focos culturales ya sea de raíz hispánica o
indígena. Luego vendrían las interpretaciones que consideran que el mestizaje cultural ha sido realizado
en la práctica, pero no es reconocido como fuente de identidad por los sujetos. Ello crea una
identidad traumática, o, al menos, conflictiva. Finalmente tendríamos las tesis que plantean que el
mestizaje corresponde a una matriz bien definida e integrada en la cual los sujetos se reconocen.
Pese a estas notorias diferencias, las distintas versiones de la tesis del mestizaje cultural tienen
un elemento común. Todas afirman que nuestra identidad cultural es básicamente mestiza, o sea, un
resultado de la confluencia de distintos elementos provenientes de las sociedades que conformaron
América Latina. Dicha identidad tendría, además, un carácter peculiar, distinto al de otras áreas
culturales como Europa y al del existente en cada uno de los polos formadores.
Mariano Picón Salas es uno de los más importantes representantes de la versión del mestizaje incompleto.
De acuerdo al autor, en América Latina el mestizaje no compromete sólo aspectos raciales, sino
también culturales. Existen formas artísticas, lingüísticas e intelectuales sincréticas. Así, por ejemplo, nuestro
castellano es un castellano “de los americanismos en que se han grabado las vivencias y metáforas del
aborigen en la lengua importada y del español en el mundo distinto” (Picón Salas, 1944: 49-50).
Picón Salas piensa, sin embargo, que el mestizaje cultural no se ha desarrollado plenamente.
Por esta razón siguen teniendo importancia las tesis “indigenistas” (indianistas, en nuestra terminología)
e “hispanistas”. Só1o la “definitiva reconciliación mestiza” podría poner fin a la disputa de
estas dos tendencias antagónicas. Esto era lo que anhelaban los padres jesuitas. Ellos intentaron
fundir los motivos e ideas de la Ilustración con los elementos culturales indígenas y españoles.
Para los jesuitas, la cultura podía jugar en América el papel de niveladora de “las diferencias, antagonismos
y sentimientos de inferioridad entre naciones y razas de la región” (Ibid: 189). A pesar
que el éxito de este proyecto fue sólo parcial, él contribuyó a abrir el terreno para la recepción de las
ideas independentistas.
Si bien Picón Salas creía que el mestizaje cultural era un proceso inacabado, no concedía a esta
cuestión la importancia decisiva que autores posteriores le atribuyeron. Dichos autores elaboraron
una interpretación distinta de la tesis del mestizaje cultural. De acuerdo a ella, el mestizaje no es
asumido integralmente por los latinoamericanos, particularmente por los propios mestizos.
Un autor ecuatoriano, Gustavo Vega, define la identidad mestiza como marcada por la “transitoriedad”
y el permanente deseo de “ser blanco” (Vega, 1992). Nos encontramos frente a una
“conflictividad ontológica” que comenzó con los criollos y perdura en los mestizos actuales. Por ello,
la personalidad del mestizo es “ambivalente y esquizoide, xenofílica (aunque paradojalmente, por
celos y envidia de lo blanco ... )” (Ibid: 26).
La identidad mestiza repercute en todas las costumbres y normas de vida, en las prácticas
médicas y lingüísticas, en el arte y en la vida cotidiana. Algunas de estas normas son positivas: la
solidaridad y la colectividad, así como una “sensibilidad especial en su afecto y emoción” (Ibid: 25).
Otras son negativas: el atraso, la impuntualidad y el descanso exagerado.Una observación interesante de Vega es que el mestizaje cultural incluye no sólo aportes hispanos,
indígenas y africanos. Hay también influencias generalmente circunscritas a áreas y regiones específicas,
pero no menos importantes: portuguesa, francesa, británica, asiática y de migrantes europeos.
América Latina sería, en consecuencia, “una suerte de “melting pot” de razas, culturas, pueblos y
lenguas” (Ibid: 29). Lo que sucede es que el mestizo no se reconoce en esta diversidad y orienta su
identidad por “uno o varios de sus componentes constitutivos” (Ibid: 29). Frente a esta situación de
alienación y aculturación, es necesario que el mestizo desarrolle una utopía propia, una “utopía mestiza”
de creación de una cultura nueva, que requiere de una “dignidad y orgullo sincretistas” (Ibid: 29).
El pensador chileno Alejandro Lora Risco elaboró una interpretación aún más enfática en cuanto
al carácter conflictivo de la identidad mestiza. Para Lora Risco, la mezcla entre indios y españoles
generó al mestizo, pero éste no ha podido encontrar un espacio propio, moviéndose entre uno y otro
de los mundos culturales originarios cuya relación es de conflicto. Existe una evidente renuncia recíproca
de indios y españoles, así como de sus descendientes, a confluir en el espacio social del mestizaje.
Más precisamente, lo que falta es una dimensión temporal que unifique la totalidad del universo de la
cultura. América no ha sido capaz de crear su propia temporalidad y su propia historia.
Por eso, el espacio social americano está semi-vacío, es un espacio únicamente virtual. En él nunca
ha entrado el tiempo histórico y, por lo tanto, no se han podido aglutinar las distintas polarizaciones
india y española. “El mestizo nace en el momento en que tiene ante sí dos mundos heterogéneos y
se le revela la imposibilidad de una elección racional... Hay un tiempo indígena así como hay un
tiempo español” (Lora Risco, 1966:68). El mestizo no puede fundir ambos tiempos inconmensurables.
En conclusión, “el mestizaje surge en el momento de tomar una decisión que no se puede
tomar” (Ibid: 50) y esa es la gran tragedia del hombre americano, en cuanto se queda fuera de todo.
No ha accedido a la historicidad que le permitiría constituirse como “ser”, crear una historia propia.
Pese a ello, el ideal mestizo representa un deseo de armonía entre ambas culturas; una posibilidad
que hasta ahora no se ha realizado.
Octavio Paz elaboró una perspectiva similar a la de Lora Risco, para el caso mexicano. Paz también
cree que la identidad mestiza conlleva un conflicto existencial no resuelto. En su obra más conocida,
El Laberinto de la soledad (Paz, 1959), sostiene que el mexicano es un ser hermético e insondable, que
provoca extrañeza y desconcierto. Para demostrar lo anterior, analiza frases que expresan la condición
de los mexicanos. Una de ellas es la de “¡Viva México, hijos de la Chingada!” Los hijos de la Chingada,
explica Paz, son los malos mexicanos. El “hijo de la Chingada” es el fruto de la violación de la mujer
india por el español. Lo que subyace a esta visión es la cuestión no resuelta del origen de los mexicanos.
Ellos se identifican con los atributos del macho, entre los que están la fuerza y la capacidad de
rajar, herir, aniquilar y humillar. Este macho no reconoce a la prole que engendra, no funda pueblos.
Es el poder aislado en su propia potencia, la “incomunicación pura, la soledad que se devora a sí
misma y devora lo que toca... Es el extraño. Es imposible no advertir la semejanza que guarda la figura
del macho con la del conquistador español” (Ibidem., 74). Este es el modelo con el cual representan
los mexicanos a los poderosos. Todos ellos son “machos, chingones”.
El macho no tiene una contrapartida heroica o divina. Por eso el mexicano adora al Dios hijo
y no al Dios padre; al Cristo sufriente y humillado. Por eso se identifica con Cuauthémoc, “el joven
emperador azteca, destronado, torturado y asesinado por Cortés” (Ibid: 75).
La Chingada, en cuanto representación de la madre violada, puede asociarse a la Conquista
que también fue una violación. No sólo en un sentido histórico, sino en la propia carne de lasmujeres indígenas. El símbolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortés. Ella es la figura
que representa a las indias fascinadas, violadas o seducidas por los españoles: “Y del mismo modo,
que el niño no perdona a su madre que lo abandone por ir en busca de su padre, el pueblo mexicano
no perdona su traición a la Malinche” (Ibid: 78). La Malinche encarna lo.abierto, lo chingado,
frente a los indios estoicos, impasibles y cerrados. Los malinchistas son los que quieren que México
se abra hacia el exterior; son los verdaderos hijos de la Malinche, que es la chingada en persona.
Paz concluye su análisis señalando que el grito “¡Viva México, hijos de la Chingada!” es una
expresión de la voluntad del mexicano de vivir en lo cerrado al exterior y respecto a su pasado. El
repudio a la Malinche es el acto de ruptura con el pasado, con la tradición.- “El mexicano no quiere
ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto
mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. El empieza de sí mismo”
(Ibid: 78-79). Pese a ello, el mexicano lucha por superar su condición de ruptura y negación. Busca
trascender el estado de exilio que lo caracteriza y encontrarse a sí mismo, su “ser” como dice Paz.
Las interpretaciones de Vega, Lora Risco y Paz enfatizan el nudo problemático de la identidad
cultural mestiza. Para ello recurren a la historia. Esta nos mostraría el conflicto originario, el choque
de las culturas india y española, que creó una situación traumática, de conflicto existencial no
resuelto. Quienes sostienen la idea que el mestizaje cultural constituye una matriz bien definida e
integrada, también apuntan al momento histórico fundante, pero discrepan respecto al carácter de
aquel con Paz y los demás autores señalados. El contacto entre las sociedades amerindias y europeas
(España y Portugal) no constituyó un choque frontal, sino un proceso de encuentro cultural de dos
mundos diversos. A partir de él se creó una cultura y una identidad nuevas, latinoamericanas. Veremos
a continuación el desarrollo de estas ideas en José María Arguedas, más conocido por sus
trabajos literarios que antropológicos.
La noción de “cultura mestiza” aparece en un texto de Arguedas sobre el arte popular religioso
de Huamanga. Arguedas explica allí que el mestizaje racial surgió debido a razones económicas.
Era necesario que existiese un grupo de hombres que sirvieran de intermediarios entre los colonizadores
y los conquistadores. Este grupo debía participar de la cultura del español y contribuir a
difundirla, pero dentro de ciertos límites. El mestizo se proyectó luego más allá del ámbito económico
al ámbito cultural. Los mestizos escultores y pintores crearon el vasto mundo popular religioso
del Perú, que es un mundo nuevo. La imaginería de estos artesanos mestizos reproduce ritos y
creencias aborígenes bajo formas católicas, como se comprueba en los retablos de San Marcos, una
de las expresiones más acabadas de este arte popular.
Arguedas no se limita a hacer una reflexión histórica sobre el surgimiento del mestizaje cultural
y sus expresiones artísticas. Analiza también el proceso de adaptación de los productos de los
escultores artistas al mercado. “Los mestizos -dice Arguedas- no parecen haber sentido en forma
aguda la agresión de la cultura industrial urbano moderna. No hemos encontrado muestra de desconcierto
en ellos” (Arguedas, 1981: 171). En cambio la clase señorial se ha desprendido de toda
manifestación externa de cultura tradicional, con un apresuramiento que “demuestra desajuste, inseguridad
y desconcierto”. Arguedas da como ejemplo la adopción del jazz y la música tropical en
reemplazo del arte de la guitarra y del huayno.
Para Arguedas, “existe, sin duda, una cultura mestiza en Huamanga y en valle de Mantaro. Demuestra
esta cultura una excelente capacidad para la asimilación de valores y para la convivencia con
grupos de cultura distinta y mejor que la suya. Ha sido esa su razón de aparición y su hábitat social:permanecer entre dos corrientes, tomar de las dos cuanto podía convenir a su naturaleza bivalente y
sin embargo bien integrada. No está esta gente a merced de la avalancha de la cultura industrial
moderna, como lo está frecuentemente el indio, y como se ha demostrado que está, y de la manera más
inerme, el hombre de las clases señoriales de las antiguas ciudades hispanoindias del Perú” (Ibid: 172).
En conclusión, Arguedas ve a los mestizos como los únicos capaces de sintetizar realmente el
mundo indio y el mundo español, que siguen estando presentes en el Perú. Debido a esta capacidad
de síntesis, los mestizos están en mejor posición para enfrentar a la cultura urbana industrial. Lo
que quizás sea lo más interesante de su planteamiento es que Arguedas considera que lo anterior es
posible precisamente por el hecho que los dos mundos que integra el mestizo están todavía en
conflicto. Los mestizos han podido tomar de los dos mundos sin asumir esta conflictividad. De esa
manera, han podido crear una cultura distinta. Pese a ello, el mestizo sigue siendo hasta cierto
punto un ser ambivalente, equidistante de los polos culturales no integrados.
La experiencia que dio lugar a las ideas del mestizaje cultural es, quizás, tan diferenciada como
distintas son las formas de concebir la identidad cultural mestiza. Por un lado, está el hecho de que
el mestizaje racial fue importantísimo en la América Colonial al punto de constituir hoy este grupo
el más numeroso de la población (Gissi, 1982: 154 y ss.). Por otro lado, está el no reconocimiento
del mestizo, su subvaloración, vinculada a una diferenciación clasista (Ibid: 157). En tercer término,
el mestizaje racial no es uniforme: puede darse entre españoles e indígenas, europeos e indígenas,
africanos y españoles, indígenas y africanos, etc. En otras palabras, hay una diferenciación interna
de los propios mestizos, en la cual las características raciales se perciben como fuente de prestigio y
ubicación social. Todo ello crea una realidad ambivalente. Aún las formas de integración social más
desarrolladas parecen poner límites a un pleno reconocimiento de los mestizos, cuando no intentan
remitirlo a un grupo social formador. Las reflexiones que hemos considerado admiten todas la
ambigüedad del mestizaje así como su escaso reconocimiento.
Debe tenerse en cuenta, además, que el origen de muchos mestizos parece concordar con las
descripciones de Paz de la violencia originaria. En el caso chileno, muchos mestizos eran el fruto de la
violación de las mujeres indígenas o del bajo pueblo. Otros, los de padres indígenas y madres españolas,
resultaban de una integración de la madre y los hijos a la sociedad nativa (mapuche), pero con una
identidad indígena. Es sabido que los mapuches no tenían hasta hace poco un término para los mestizos.
Se era blanco (huinca) o indígena (mapuche), y los mestizos caían en una u otra categoría. Hay,
por así decirlo, una resistencia de los distintos grupos sociales formados a partir de la Conquista a
aceptar la mezcla con otros. Incluso la administración colonial mantenía estrictas prohibiciones al
ingreso de mestizos, mulatos, zambos, etc., a los cargos públicos y universidades.
Lo dicho acerca del mestizaje racial podrá contribuir a explicar la relación de la sociedad con
los productos culturales sincréticos. Estos son vistos como patrimonios culturales de los distintos
grupos, muchas veces considerados como no valiosos, ni verdadera expresión de “cultura”. La
situación de dominación colonial y post-colonial crea una separación entre los distintos sectores
sociales; la cultura se transforma con ello en un medio (entre otros) de distinción y jerarquización
(Bonfil, 1989). En general, el mestizaje cultural puede ser llevado a cabo por aquellos grupos que
no tienen un lugar alto en la escala social, y que por lo tanto no se sienten atados a defender una
reserva cultural considerada como fuente de prestigio. En estos grupos, la cultura opera como
resistencia frente a la dominación, pero no impide recibir elementos y aportes de otros grupos sin
identificarse totalmente con ellos.Las ideas del mestizaje cultural deben, pues, su origen al proceso ambivalente y no integrado plenamente
del mestizaje. Se diría que son elaboradas por quienes comienzan a reivindicar su origen
mestizo si bien no pueden desprenderse totalmente del conflicto de identidad que éste conlleva.
También son importantes aquí los intelectuales que buscan revalorizar la cultura y la religiosidad
popular frente a lo que consideran como predominio de la racionalidad instrumental. Por ello, en la
tesis del mestizaje se encontrarán hombres identificados con el progresismo, como Arguedas, pero
también quienes miran con mucha distancia crítica a estas posiciones, como Paz. No se trata de una
toma de posición política strictu sensu, sino de una identificación con proyectos sociales distintos.
Pese a estas diferencias, dichos proyectos, apuntan a la búsqueda de una reconciliación de
América Latina. Se trata de superar los términos del debate indianismo-hispanismo, por un lado;
por otro, de apuntar a un elemento común a los diversos componentes sociales de América Latina,
cuya relación ha sido muchas veces conflictiva. Si existe tal elemento común, la integración, la
“definitiva reconciliación mestiza” (Picón Salas), se hará posible. Es relevante el que la integración
sea vista como realizable a través de la cultura, y no de la economía o la política.
En nuestra opinión, el campo cultural latinoamericano no es menos conflictivo que el campo
político o económico. Nos parece acertado lo señalado por Bonfil respecto a la cultura como medio
de diferenciación social. Si esto es así, cabría preguntarse por qué los defensores de la tesis del
mestizaje cultural apelan a ella como medio de unificación. Las razones pueden ser diversas, algunas
históricas o sociales y otras propiamente intelectuales. Nos interesan estas últimos, ya que nos
permitirán aproximamos a las justificaciones de valor de la tesis del mestizaje cultural.
Al parecer, en la tesis del mestizaje cultural la cultura es concebida como un espacio de participación
y de pertenencia, donde es posible la creación de sentido y de significación. La diferenciación
tiene lugar en un segundo momento. En Paz el sentido apunta a la existencia. En Lora Risco a la
historicidad. En Vega a la “ontología” de la personalidad. En Arguedas a la elaboración (vía la
imaginación religiosa y artística) de nuevas concepciones de mundo y de la sociedad.
En segundo lugar, junto con concederse a la cultura el papel de unificadora, también se le
otorga el carácter de fuente básica de la identidad. Al examinar la identidad cultural latinoamericana,
podremos descubrir entonces las razones del desencuentro social, psicológico, etc., de los
latinoamericanos. En otras palabras, la identidad es ante todo identidad cultural.
Tercero, hay un énfasis en lo cultural como simbólico/expresivo antes que discursivo.
Cuarto, y como consecuencia de lo anterior los autores analizados examinan ante todo las
manifestaciones rituales, festivas o dramáticas. Inclusive Paz, quien interpreta una frase típica mexicana,
se orienta más hacia las conductas (internas o externas) expresivas que a las racionales y
lingüísticas.
Quinto, el conflicto de identidad que supone (en diversos grados) el mestizaje cultural puede
ser iluminado pero no resuelto por la crítica argumentativa racional. Requiere sobre todo de recreaciones
simbólicas y colectivas que no pueden ser elaboradas sino desde una base ya existente. Esto
lleva a los diversos autores expuestos al dilema de usar su razón crítica para denunciar las limitaciones
de la razón. Por otro lado, a hacer una reivindicación de lo expresivo-simbólico desde el propio
discurso argumentativo: una contradicción no lógica sino pragmática. Por otra parte, frente a los
desafíos actuales de América Latina como la democratización y la modernización, se responde en
un sentido de recuperación de la tradición. Pero no se tematiza mayormente el problema de los
desajustes que puede producirse entre estos procesos y el núcleo cultural.Finalmente, también al mestizaje cultural puede reprochársele el caer en un esencialismo. La idea
de la identidad como origen sigue estando presente en esta corriente, si bien el origen se sitúa en
otro momento histórico y con otros protagonistas.
5. CONCLUSIONES
La discusión anterior nos permite elaborar algunas conclusiones acerca del problema de la relación
entre identidad cultural y discursos identitarios, referidas exclusivamente al caso latinoamericano.
Sostuvimos que cada una de las tesis analizadas había surgido y alcanzado su desarrollo en conexión
con visiones de la sociedad que formaban (y forman) parte de la experiencia colectiva de grupos
sociales significativos de la sociedad latinoamericana. Sin embargo, la naturaleza de esta relación no ha sido aclarada. A ello dedicaremos la última parte del trabajo.
En primer lugar, se trata de una relación mediada, no directa. Son los intelectuales (ya se trate de profesionales o de “intelectuales orgánicos”), y, más recientemente, los cientistas sociales, los que construyen las tesis en tanto interpretaciones sistemáticas acerca de la identidad cultural latinoamericana. Para ello las ideas acerca de la sociedad les sirven de supuestos que introducen en sus argumentaciones de manera explícita o implícita (especialmente en las argumentaciones secundarias). Luego intervienen elementos propios de los autores que tienen que ver con su formación teórica, política, etc. Versiones simplificadas de las tesis se convierten en discursos públicos acerca de la identidad cultural que tienen influencia en el modo como elaboran su experiencia los sujetos. O sea, se trata de un proceso de interrelación. Las visiones de la sociedad proporcionan a los intelectuales supuestos que estos incorporan y desarrollan en sus tesis, con lo que contribuyen a la formación de discursos sobre la identidad que influyen en amplios sectores, especialmente en los miembros de los grupos de referencia originales de cada una de las tesis. El plantear la existencia de una relación de mutuo condicionamiento entre formas de identidad y discursos sobre la identidad no significa negar que existan algunos elementos más importantes que otros. Las fundamentaciones normativas de las tesis constituyen uno de los núcleos centrales en esta conexión. Cada tesis podría ser entendida desde una perspectiva pragmática como un intento de resolver en el plano intelectual los problemas y contradicciones que su propia praxis social le plantea a cada uno de los grupos de referencia. Así, por ejemplo, los intentos de revitalización de las identidades étnicas por la vía de la recuperación de la cultura tradicional suponen una serie de conflictos con respecto a las transformaciones de las sociedades indígenas. Ellos han sido señalados. Lo que aquí nos interesa subrayar es cómo la tesis indianista intenta resolver estas dificultades argumentando la plena vigencia de la identidad india tradicional. De la misma forma, la tesis hispanista parece significar una búsqueda de solución a la contradicción que se produce entre la autoafirmación de la herencia hispana por parte de quienes son o se consideran los herederos de los conquistadores, con la aguda penetración en América Latina de otras corrientes de pensamiento y organización social distintas a la hispano-católica. Las distintas variantes de las tesis del mestizaje, por otra parte, pueden ser entendidas a la luz de la búsqueda de resolución de la contradicción entre la amplia preponderancia del mestizo dentro de la población
la vida social latinoamericana con el escaso reconocimiento de su importancia cultural.hispano o mestizo) con la identidad cultural latinoamericana es revelador de la búsqueda de reconocimiento que acompaña la formación de discursos y tesis sobre la identidad cultural. En este aspecto, nos parece que las tesis antes vistas no sólo contribuyen a fortalecer la autoconciencia de un grupo específico, sino que también influyen en el resto de la sociedad. Por eso, los que elaboran las tesis pueden provenir de sectores sociales distintos a aquellos con los cuales se relacionaron en un comienzo. Pero ello no lleva a eliminar las contradicciones, sino más bien a situarlas en un nuevo nivel. discursivo. La crítica puede iluminarlas, contribuir a resolverlas, pero no eliminarlas. Es la propia vida social y la experiencia del conflicto la que crea formas de identidad que se basan en la negación de las otras identidades y requieren de una autoafirmación compulsiva, nunca plenamente realizada. En la perspectiva planteada, nos interesa referirnos a dos autores que han contribuido a roblematizar el tema del pluralismo cultural de las sociedades latinoamericanas y su relación con los conflictos existentes en ellas. El primero es García Canclini. Para él, la cultura latinoamericana es una cultura híbrida, esto es, donde “coexisten culturas étnicas y nuevas tecnologías, formas de producción artesanal e industrial”; el artesano y el artista; “lo tradicional y lo moderno, lo popular y lo culto, lo local y lo extranjero” (García Canclini, 1990: 15-28 y 223). La supuesta oposición entre estos polos es falsa. Así, por ejemplo, la oposición tradicional/ moderno. América Latina es moderna culturalmente, pero heterogénea en tanto todavía existe un desajuste entre modernismo y modernización (Ibid: 65-93). Del mismo modo, lo popular y lo culto no se niegan ni excluyen sino que se complementan, tal como lo muestra la intersección entre el folklore y el arte académico (Ibid: 192 y ss.).
Los conflictos surgen de los intentos de los grupos de interés por imponer su visión de la cultura y obtener así reconocimiento y apoyo de la sociedad y el Estado. En estos grupos se mantienen aún vigentes concepciones fundamentalistas, atadas a una noción unívoca de la cultura, que no aceptan el pluralismo cultural y la polisemia interpretativa. Reconocer y desarrollar estos últimos es el objetivo de una política democratizadora de la cultura (Ibid: 148). Dicha política debe adecuarse al “escenario postmoderno” donde se “generan los ritos de cultura que pierden sus fronteras, en este simulacro perpetuo que es el mundo” (Ibid: 106).
García Canclini menciona también el problema de la dominación. Señala que ella constituye un
sistema de integración cultural que transforma las culturas populares en sub-culturas, en partes de dicho sistema, dentro de un contexto cultural moderno aunque contradictorio y desigual (Ibid: 231 y 330).
En síntesis, García Canclini rechaza las polarizaciones habituales de muchos de los análisis de
la cultura latinoamericana. Intenta mostrar que los conflictos surgen debido principalmente a las reivindicaciones de los grupos de interés.
Finalmente, caracteriza el escenario cultural de la región como moderno, si bien heterogéneo y
marcado por la existencia de culturas híbridas, cuyos límites no son precisos. Sólo lateralmente trata
el problema de la dominación como un elemento que unifica este entorno cultural diversificado.
El segundo autor es Bonfil Batalla, el desaparecido antropólogo mexicano. Bonfil (1989) sostiene que en México existen varios patrimonios culturales, los que son propios de diversos segmentos que conforman la sociedad mexicana. El patrimonio cultural es una fuente de identidad para cada uno de ellos, lo que supone también su rechazo de parte de otros grupos. Tenemos así un pluralismo cultural arcado por las diferencias y las desigualdades. Esta situación es un producto de la historia mexicana. La dominación colonial convirtió las diferencias culturales entre colonizadores y colonizados en un problema de legitimación política. En efecto, “la dominación colonial se disfrazaba y se intentaba justificar como un generoso empeño por salvar a los colonizados y conducirlos por el único camino cierto: el de Occidente” (Ibid: 129). Ello no se llevó a cabo. Las sociedades indias opusieron resistencia y la propia sociedad colonial debía su existencia a la existencia de tales diferencias. La Independencia y la República no transformaron este modelo de relación, no al menos de forma substancial. Sólo si la pluralidad es reconocida como tal y se abandona todo proyecto unificador-homegeneizante de la identidad nacional, será posible generar un cambio de la situación. Tolerarse y respetarse, aún sin entenderse, parecería ser el modo de alcanzar una mejor relación entre los distintos patrimonios culturales de México. Esto supondría poner en cuestión los intentos de dominación sobre las culturas diferentes que “convierte a las respectivas [diferencias] culturales en antagónicas y mutuamente excluyentes” (Ibid: 143).
La conclusión a la que arriba Bonfil es muy similar a la de García Canclini, aún cuando sus enfoques difieran en muchos aspectos. Para ambos, en América Latina existe una pluralidad cultural irreductible. No existe una identidad nacional o latinoamericana que sintetice las diversas identidades culturales. Los intentos de generar una cultura y una identidad nacional han sido intentos de negación de la diversidad cultural, políticamente orientados por la legitimación de proyectos sociales específicos. Existiría, por tanto, una relación entre las formas de dominación y la negación del pluralismo cultural. García Canclini no lo plantea explícitamente, ya que su enfoque se orienta más bien por el rechazo post-moderno a la idea de totalidad y a los meta-relatos homogeneizantes. Bonfil, paradojalmente, parece compartir las sospechas de García Canclini. Esto se superpone con una visión crítica de la dominación, que no aparece en García Canclini. En nuestra opinión, Bonfil no logra integrar estos dos aspectos. Así, en su reflexión, la diferenciación cultural aparece a la vez como marcada y condicionada por la dominación post-colonial y como un fenómeno característico de las sociedades modernas (o post-modernas). De la misma manera, si bien podría pensarse en la posibilidad de una mayor integración cultural en la medida en que se reduzca la dominación, esto no es posible para el post-modernismo. Finalmente, Bonfil tampoco dice nada concluyente respecto a los cambios en las relaciones de dominación como fuente de transformación de las relaciones conflictivas entre segmentos culturales. García Canclini se limita a sugerir como leiv motiv de una política democratizadora la aceptación de la diversidad y la polisemia cultural. En ambos autores, la cuestión de en qué medida las formas de relación entre culturas e identidades culturales pueden transformarse por un cambio en las formas de integración política dominación) queda sin ser suficientement e examinada. No obstante, sus planteamientos representan un punto de partida para un análisis de esta temática que podría dar nuevas luces sobre el problema siempre actual de la identidad cultural latinoamericana. Quisiéramos finalizar este trabajo con una proposición metodológica referida a las posibilidades de investigación sobre el tema. Este trabajo parece sugerir que hemos llegado a un estado de relativo agotamiento del debate en términos de las tesis clásicas sobre la identidad cultural en América Latina, independientemente que se pueda complejizar o refinar cada una de ellas. Tampoco parece ser demasiado fructífero sustituir toda esta compleja discusión por estudios empíricos sobre la autopercepción de la identidad ultural. Especialmente si dichos estudios se realizan desde una perspectiva empirista, cuidadosa metodológicamente, pero muy limitada teóricamente y en su capacidad de generalizar sus conclusiones.Para reactivar el debate pareciera necesario, por una parte, elevar su nivel teórico, es decir, problematizar el propio concepto de identidad de acuerdo a los diversos aportes teóricos actuales. En segundo lugar, hacer un esfuerzo significativo para ligar el debate sobre la identidad con el de la modernidad y la cultura en América Latina. Esto último nos plantea la necesidad de reorientar la discusión hacia la contemporaneidad y la dimensión proyectiva del tema de la identidad, superando un debate centrado casi exclusivamente en la interpretación y la (re)apropiación de la tradición.

Sunday, October 14, 2007

CONCEPTO DE AMÉRICA LATINA. Paul Estrade

Observaciones a don Manuel Alvar y demás académicos sobre el uso legítimo del concepto “América Latina”
En: revista Rábala N° 13, 1994 (79-82)
No me gustaría que se insinuase que crucé el Atlántico para recibir, agradecido, un galardón académico y declararme, ex-abrupto, academicida. Respecto a las Academias, comparto la postura intelectual de su compatriota Miguel Otero Silva, cuando declaró, al ingresar en la Academia venezolana de la lengua (6 de marzo de 1972) que “en el recinto de las Academias tanto lo verdadero como lo falso han hallado cabida y hogar”.
El benévolo académico hacía remontar “lo falso” a épocas pretéritas. Pero ocurre que “lo falso”, y no sólo lo tendencioso, puede seguir siendo contemporáneo hasta en las cuestiones nunca neutrales de definición y uso de los vocablos.
A prueba de ello, en mi profano modo de ver -como mero usuario del idioma español, que no es por cierto el mío-, la décima recomendación que acordaron los académicos de la lengua española reunidos en Salamanca (España) los días 26, 27 y 28 de octubre de 1992, a la sombra del declinante astro del Quinto Centenario. Decidieron, según reza el acápite 10 de sus conclusiones y recomendaciones: “Recomendar a las autoridades gubernamentales españolas, respetuosa y entusiastamente, la reinstalación en la nomenclatura oficial de los términos Hispanoamérica e hispanoamericano para referirse al mundo americano que habla, piensa y siente en español, o los de Iberoamérica e iberoamericanos, siempre
que se quiera aludir también a los hermanos brasileños. Recomendamos que para tales designaciones
se abandonen las voces ajenas y equívocas de Latinoamérica i latinoamericano”. El documento final adoptado por la sabia asamblea (unánime, se presume), muy atendible en sus demás once recomendaciones y muy positivo en su firme respaldo a los hispanohablantes de Puerto Rico, lleva la firma autógrafa de treinta académicos de la lengua. Encabeza la lista don Manuel Alvar, respetable director de la Real Academia Española. Y figuran en ella los nombres de los representantes de diecisiete países latinoamericanos -lo que no deja de sorprender si se considera la recomendación copiada-, y entre ellos, los de dos académicos venezolanos y un académico cubano -lo que no dejará de doler a muchos de ustedes y a mí hondo me duele-. No me extraña, en cambio, que hayan suscrito la referida recomendación, más lúcidos al parecer que sus colegas, los tres miembros de la delegación de la Academia norteamericana, la más numerosa del conclave.
Por suerte, dicha recomendación va dirigida sólo a las autoridades gubernamentales españolas.
Por cuanto quedan eximidos de tan “entusiasta” solicitud las demás autoridades, gubernamentales o académicas, y los particulares desde luego. Así podremos seguir hablando, libremente y con pleno derecho, tanto en Barquisimeto como en Caracas, tanto en México como en Montevideo, tanto en París como en Madrid, de Latinoamérica, de latinoamericanos, de historia latinoamericana o de estudios latinoamericanos.
No vengo aquí a dar una clase ni menos una lección. No vengo a zaherir a un huésped y a un amigo, que los hay, por desgracia, entre los firmantes. Pero sí creo deber manifestar una dolorosa sorpresa y mi disconformidad. La pretensión de la Academia me parece anacrónica; su argumentación no me convence, porque el asunto no es simplemente lingüístico y la clave de la disyuntiva no la brinda el recurso a la etimología.
Me atrevo a pensar, apelando a la Historia y remitiéndome a los trabajos de quienes han estudiado seriamente la “génesis de la idea y el nombre de América Latina” (desde Arturo Ardao, el pionero, hasta el más reciente y completo de los investigadores en la materia, Miguel Rojas - Mix), que las voces aludidas no son ni “ajenas” ni “equívocas”, como se afirmó en Salamanca, y que no traiciona a su país el que en España las emplea contra el vientecillo revisionista que soplaron los señores académicos.
Detrás de la aserción de que las voces de Latinoamérica y latinoamericano(a) son ajenas y equívocas, existirá la convicción de que el concepto mismo de América Latina, que las autoriza y nutre, es un invento foráneo, artificioso y perjudicable. En mi opinión, esta aserción no tiene fundamentos históricos. Está basada en la creencia errónea, a la que dio crédito un investigador norteamericano en 1968, de que el invento ha sido obra, en 1861, de unos ideólogos franceses, panlatinistas, vinculados con los sueños bonapartistas de imperio “latino” en América. Michel Chevalier sería el culpable principal del enredo.
Parece oportuno recordar que los hechos no son éstos. Hasta donde está averiguado, la expresión “América Latina” se inventó en 1856 para ser lanzada en son de reivindicación identitaria y de manifiesto político. Surgió con motivo de la invasión de Nicaragua por los mercenarios de William Walker, y como protesta contra la misma y también contra la potencia que, bajo ese disfraz, trataba de llevar a cabo su gran designio expansionista a expensas del Sur, después de haberlo logrado hacia el Oeste a expensas de México. En París fue -eso sí, y no es casual- donde brotó el término de “América Latina” del cerebro de unos latinoamericanos conscientes del peligro del Norte, conscientes de la urgencia de la unión del Sur, conscientes de la necesidad de un concepto definidor y unificador después de decenios de indecisión en la América, antes española y aún sin nombre genuino. El 22 de junio de 1856, en París, delante de más de treinta ciudadanos de casi todas las repúblicas del Sur, en un acto de repudio a la agresión a Nicaragua, el chileno Francisco Bilbao calificó de “latina” a la América que defendía y promovía y evocó “la raza latino-americana”, oponiéndolas clara y únicamente a los Estados Unidos de América y al “yankee”. Fechado en 26 de septiembre de 1856 y motivado por la misma y prolongada agresión, el poema “Las Dos Américas” del colombiano, exiliado también en París, José María Torres Caicedo, las enfrenta del todo:
“La raza de la América latina
Al frente tiene la sajona raza.-
Enemiga mortal que ya amenaza
Su libertad destruir y su pendón”.
Por aquellas fechas, nadie en el mundo usaba tal denominación, ni siquiera en Francia entre los adeptos de la “latinidad” incipiente. ¿Habrá algún conocedor de la vida y obra de Bilbao y Torres Caicedo que pueda alegar que aquellos hombres eran “ajenos”, por su procedencia y trayectoria, a la que bautizan “América latina”, objeto constante de su desvelo?
Y aquellos que iban a recoger y difundir el concepto por todo el continente en los años posteriores, los que iban a pelear para imponerlo, ¿no fueron en la línea bolivariana auténticos latinoamericanos? ¿No fueron en su época, entre el 60 y el 90, los actores más notables de la toma de conciencia latinoamericana, aquellos literatos y pensadores políticos que se llamaron Carlos Calvo (argentino), Juan Montalvo (ecuatoriano), Cecilio Acosta (venezolano), Ramón Betances y Eugenio María de Hostos (puertorriqueños), José Martí (cubano), etc., etc.?
Ahora, ¿en qué se equivocaron estos hombres al valerse de aquel nuevo sustantivo compuesto para designar las tierras, una cultura y un destino amenazados por el “coloso juvenil” (Fco. Bilbao)? ¿En ceñirse al adjetivo “latino”? Sólo podría sostenerlo el que le confiriese a “latino” un significado preciso y exclusivo que no tuvo en su origen ni tiene hoy tampoco: un significado único o lingüístico. Tan absurdo es en 1993 como lo era en 1856 dar a entender que la población cuadricontinental, plurirracial y plurilingüe de América Latina desciende de los latinos del Lacio o de los pueblos europeos colonizados por Roma cuyo idioma heredaron, desarrollaron y propagaron allende el océano. El concepto tiene fundamentalmente un valor político y cultural. Sus promotores lo escogieron por eso: permitía delinear la frontera entre las dos Américas (es su postulado de base: no hay una sino dos Américas) y resistir al empuje de la América de Polk, Pierce y Buchanan; permitía acelerar la toma de conciencia de la existencia al Sur del Río Bravo de valores comunes distintos de los valores imperantes al Norte del Río Grande. Mientras siga viva la contradicción de intereses y de miras entre ese Norte y ese Sur de América, el concepto de América Latina seguirá válido. Ahí están, dramáticamente presentes, los casos de Granada, Cuba y Panamá, los problemas de la droga, el comercio y la deuda, para atestiguar que no pasó esa era conflictiva y que no erraron los fundadores visionarios de las generaciones de Bilbao y de Martí.
En su mente, la América latina no se oponía, de manera antinómica ni antónima, a una América india o a una América negra: las incluía. Las incluía abiertamente en unos casos, tácitamente en otros más frecuentes, y cabe señalarlo en pro de la verdad, en algunos casos las incluía negándolas de acuerdo con los criterios racistas, “civilizadores” decían, de la oligarquía criolla.
Es innegable que la presencia en Francia de Bilbao, Torres Caicedo o Calvo contribuyó a que adoptaran el nombre de América Latina, en un ambiente de revalorización de “lo latino” y en un contexto no exento de ambigüedades. Pero no es menos cierto que ninguno de ellos le sirvió de caballo de Troya al expansionismo francés en América. Condenaron la invasión de México en 1861- 62, cuando el gobierno español la amparaba aún.
La denominación de “latina” aplicada a América será, lo concedo, una inexactitud en sí, en particular si se escribe con una “l” minúscula, pero no es más ni menos “equívoca” que la de “ibérica” (¿qué es de Haití en ese conjunto?). La denominación de América Latina, o Latinoamérica, si se prefiere, no es más ni menos inadecuada que las denominaciones con las cuales estuvo compitiendo en la etapa de su nacimiento y arraigamiento: Hispanoamérica o América del Sur.
¿Cómo pudiera imponerse la de “Hispanoamérica” cuando la desprestigiada metrópoli colonial seguía oponiéndose con tesón, a lo largo de los años 60 del siglo pasado, a la emancipación política de las Antillas españolas (parte integrante de la América Latina) y a la emancipación de cientos de miles de esclavos en esas islas, cuando de Santo Domingo “reincorporado” a las costas bombardea das del Pacífico iba recuperando territorios, y cuando, por ejemplo, no reconocía aún la independencia de Colombia conseguida cuarenta años antes?
¿Cómo pudiera imponerse la de “América del Sur” como alternativa a “América Latina” -pese a la fuerza y tradición de su equivalente: la “América meridional”, así nombrada por Miranda y Bolívar-, cuando por un lado parecía dar por perdidos México, la América Central y las Antillas, o sea las tierras más codiciadas por el Norte, y cuando por otro lado los Estados confederados, al autoproclamarse la “América del Sur” frente a la “del Norte” durante la guerra de Secesión, descalificaban el nombre usurpado, haciéndolo sinónimo de esclavitud?
Justo Arosemena en 1856, José María Samper en 1861 y Eugenio María de Hostos un poco más tarde, entre otros latinoamericanos preocupados por la búsqueda de un nombre para su América, abogaron por “Colombia” pero sin éxito. En 1874, Hostos lo admitía y se conformaba con “América latina” -que empleaba también desde 1868-, explicando en una nota de pie de página a su estudio intitulado “La América latina”:
“No obstante los esfuerzos hechos por Samper, por algunos escritores latinoamericanos, y por el autor de este artículo, reforzados por la autoridad de la Sociedad Geográfica de Nueva York, no prevalece todavía el nombre colectivo de Colombia con que han querido distinguir de los Anglosajones de América a los latinos del Nuevo Continente. En tanto que se logra establecer definitivamente la diferencia, es bueno adoptar para el Continente del Sur y América Central, México y Antillas, el nombre colectivo que aquí le damos...”. La voz de Hostos era la voz de América. Es legítima la insatisfacción intelectual que sienta el lingüista, el etnólogo o el sociólogo al tener que usar el concepto de América Latina y al comprobar sobre el terreno que el concepto o abarca todas las realidades que él estudia; sin embargo es legítimo el concepto de América Latina que maneje y que manejamos casi todos en los encuentros internacionales, y no sólo por comodidad.
Es legítimo porque los que lo forjaron son latinoamericanos.
Lo es porque ellos le dieron ante todo un sentido político que no se puede ignorar ni se debe desvirtuar: se enarboló como lema de identidad (cuando no lo había), de reconocimiento, de unión y de combate de los “Estados Desunidos” (Bilbao) contra los Estados Unidos de América.
Lo es porque hoy día los latinoamericanos son quienes lo usan corrientemente, desde las esferas gubernamentales y las élites culturales hasta las capas populares, cualquiera que sea su nacionalidad, religión u origen.
El respeto a la independencia y soberanía de los pueblos empieza por la aceptación por la comunidad internacional del nombre con que se designan colectivamente a sí mismos en el momento considerado. Es un principio que no debe sufrir tergiversación, a no ser que se siga pensando en categorías y términos neo-coloniales. Burkina-Faso se llama, y hay que llamarlo así, el país que bajo el coloniaje francés fue Haute-Volta. Vanuatu se llaman, y hay que llamarlas así, las islas que bajo el coloniaje británico fueron The New Hebrides. Bolivia se llama -¿y quién la llamaría de otra forma? la que fue, bajo el coloniaje español, el Alto Perú. Llamemos sin reserva América Latina” a la que fue, durante la época colonial, la América española, portuguesa y francesa, porque así la conocen y llaman mayoritariamente sus habitantes, y porque, como concluye la Encyclopedia Bri tanica- “Only in deference to popular usage and for lack of a better term, the area remains Latin America” (Artículo: Latin America).
Yo no hubiera dicho “only” por las poderosas razones históricas que acabo de exponer, pero apruebo el punto de vista respetuoso, pragmático, y cuerdo en suma, del redactor del artículo.
Para ese señor, como para mí, cesará tal legitimidad el día que se acabe el consenso observado y que la actual América Latina se identifique con otro nombre más idóneo o más a propósito. Admitir su carácter transitorio no le quita valor en el presente.
La “reinstalación” en la nomenclatura oficial de España de los términos de “Hispanoamérica” y sus derivados en lugar de “Latinoamérica” y sus derivados -como se sugiere en la malhadado recomendación de los académicos-, sería, amén de improcedente, una medida atentatoria a la Historia, la conciencia y la soberanía latinoamericanas. Deseo personalmente que no se cumpla ni siquiera se acate esa décima recomendación, para que quede demostrado que han cambiado los tiempos. Lo que no me impide apreciar- y saludar, respetuosa, entusiasta y sinceramente, la labor general de don Manuel Alvar y demás académicos, y que conste.