Tras el discurso los aplausos arremetieron en favor del general. El paisaje se inundó de cánticos y clamores que supeditaban todo malestar. La gente parecía vivir, resucitar. Yo no entendía como alguien podía poseer aquella voz única, tan precisa, misteriosamente exacta para hacer llegar su voluntad. Pero La Señora no pensaba igual, se acriminaba contra la figura del general. Y entre escupitajos e improperios se esmeraba en susurrar palabras que llegaban al vox populi con la magnitud de un cañonazo: “Este boludo está desgastado. Ya verás que lueguito lo alcanza el cajón”. Y, acto seguido, el rosario contra su mujer, aquella a quien todas las masas aclamaban: “ Eva Perón. Eva Duarte, la arrastrada, la ramera. La lujosa., fiel representante de su propia y nueva oligarquía. La resentida. “El hada de los desamparados” se hace llamar la yegua, la descamisada esa.” Y yo reía de su sicosis social. Hoy todo es distinto. Las palabras del general tiñen de gris el paisaje. Las palabras de La Señora comienzan a hacerme sentido.
Con la muerte de Evita murieron las ganas, se sembró el descontento, la desilusión. Coincidió con una época de malas cosechas, de decadencia de la industria, y yo y los de más comenzamos a sumirnos en el mismo hoyo en el que estaba sumido el general. Era como si aquella mujer se hubiera llevado con ella todos los sueños patrios que tan forzosamente habíamos forjado.
Al final yo había sido uno más de los adaptados. Migramos hacia la ciudad y eso bastó para dar nuestra aprobación indirectamente, casi arrebatada a los sucesos que acaecían.
Habíamos llegado a la ciudad un día de invierno, nos sentíamos orgullosos de nosotros, era la oportunidad perfecta para curar la sequía económica que tanto nos aquejaba. Pero el escenario era deprimente: la comida escaseaba; buscábamos lugares para apropiarnos de la dignidad (nos juntábamos en la plaza central donde procedíamos a zambullirnos en aquella fuente ilegítima que guardó más de un recuerdo) mientras de la mano, oligarcas volando y caminando, pasaban como si de un espectáculo circense se tratara, realizable sólo en estos últimos lugares geográficos. Y con ese eterno afán de romper con la polarización social apareció el general. La Argentina entera se conmocionó tras su llegada, se magnificaron palabras y actos como un globo que algún día, inevitablemente, tendría que estallar.
1955 y La Señora sale a la calle. La sigo. Y una marea, entre roja y verde, se avecina a modo de estampida, demoledora, tenaz. La Señora grita ¡victoria! y se lanza a la calle como cual huérfano niño que encuentra a su madre.
La calle estaba cubierta de volantes en los que no se leía nada más que “haga patria, mate un guerrillero”, lema que resonaba en cada esquina. Recordé a un hombre que, tras escuchar tal frase, se cubrió el rostro con las manos instintivamente, como si algún mal recuerdo le aflorase. Para su mala suerte un grupo de descamisados, adeptos a la tarea civil de la censura, pasaban por el lugar. Una seguidilla de golpes lo arremetieron contra la pared y un pequeño orificio a la entrada de su inteligencia lo hizo desangrar. Y al grito de ¡Perón! Los hombres continuaron su marcha como si nada hubiera pasado.
Unos segundos más y la marea se hizo nítida. Miles de personas caminaban hacia la Plaza de Mayo. Yo me quedé estupefacto ante tanta aglomeración y el miedo me embargó al ver a La Señora alejarse con su olla y su cuchara sopera, tan inocentemente desnutrida luego de tantos sucesos políticos que aborrecía. “La nueva tiranía” decía. “El viejo come Rosas” gritaba en alusión al pedazo de historia argentina que tanto daño le había causado ya. Y tras su paso los volantes eran cambiados por consignas opositoras y los cánticos y clamores supeditaban todo malestar. La gente parecía vivir, resucitar. Pero esa hambre de lucha fue apagada por un desencanto masificado. Imponentes pájaros de hierro surcaron el cielo lanzando desconcertantes misiles asesinos. El aire se contaminó de cenizas y al despejarse el día, unos minutos después, cientos de cuerpos yacían en toda la superficie de la plaza, ateridos, gélidos ante el hecho acontecido. La Señora no era la excepción. Con ella se extinguieron todos los sueños contra estatales, barricadas y ollas y, por sobre todo, aquellas lucidas palabras que contribuían con el bien social.
Antes de encontrar a La Señora, ésta pasaba sus días en callejuelas adjuntas a las casas oligarcas. Allí derivaban toda sobra. De pronto tenía suerte y viajaba, y comía bien, y vestía buena ropa. De pronto entraba y sin ser vista tomaba prestadas algunas cosas de aquellas tan bien adornadas casas. Uno que otro día pasaba un hombre de buen vivir y le afirmaba que algún día saldría de allí, y se enamoraba. Pero cuando comenzó a vivir conmigo sus intereses cambiaron, ya vivía, ahora quería hacer vivir al universo entero. Creía en los valores nacidos tras la revolución francesa, abogaba por la emancipación humana, sangraba por el que veía sangrar. Día tras día se preguntaba cuando llegaría el día del triunfo. Pero cuando supo del escondite del busto de Eva, de su entierro llevado a cabo po los descamisados, afirmó la verdad del régimen que tanto tiempo había sostenido. Y salió corriendo tras la muchedumbre antiperonista para loar sus prédicas, aquellas que la habían sostenido durante años, y que, al fin, la sintieron desfallecer. Ahora aguardaba la escultura, como diciéndonos que nada había acabado, que todo se devuelve y que la modernización, el valor agregado y la centralización política son herramientas no contrarias al jotapé sino complementos que ayudarían a su trascendencia.